...Di tú que he sido.
El día 31 de diciembre de 1936 cayó en jueves y en Salamanca nevó. Por la tarde, poco antes del prematuro crepúsculo invernal, hacia las cinco de la tarde, murió un hombre viejo, que, a pesar de ser un tiempo de muchos muertos diarios, tuvo una muerte singular, como correspondía a la fama de su nombre y al acontecer de su vida. Porque aquel muerto entre los cientos de muertos que aquel año murieron en el país, no era un muerto más….
Los que le vieron en su lecho de cadáver recordarían intrigados la placidez de su rostro, como si sus músculos faciales se hubieran distendido finalmente ante la inminencia de la nada……
Lo primero que se pensó en aquella Salamanca ahogada de sollozos y de alientos contenidos y exaltada por la fiebre de la guerra y el furor de los conversos, fue que lo habían matado, que, por fin, lo habían matado. Estupor y complacencia se mezclaron en la sangre cainita de la ciudad. Viejos rencores, sofocadas admiraciones, curiosidades indiferentes y tenebrosos remordimientos recibieron la noticia como un parte de guerra más. El viejo santón se había muerto y la ciudad se liberaba del demonio. Pero también el horror, el descubrimiento, por si hacía falta, de que ya todo era posible y que la obediencia mineral era la única posibilidad de supervivencia. Aquel intelectual extravagante, medio cura, medio anarquista, se había atrevido a protestar y se la habían guardado hasta mejor ocasión. El terror tenía otra disculpa. Aquellos miserables no reparaban en nada; al fin y al cabo, era un hombre viejo, indefenso y residual. El mal que hubiera podido hacer no era nada comparado con el mal que otros estaban haciendo. Es verdad que a los intelectuales, aborrecida raza de letrados irresponsable, siempre hay que tenerlos en cuenta; pero de ahí a matarlos va mucha diferencia. La piedad no parecía ser grata a los nuevos dioses, mientras que la venganza parecía su primera virtud.
Los que le vieron en su lecho de cadáver recordarían intrigados la placidez de su rostro, como si sus músculos faciales se hubieran distendido finalmente ante la inminencia de la nada……
Lo primero que se pensó en aquella Salamanca ahogada de sollozos y de alientos contenidos y exaltada por la fiebre de la guerra y el furor de los conversos, fue que lo habían matado, que, por fin, lo habían matado. Estupor y complacencia se mezclaron en la sangre cainita de la ciudad. Viejos rencores, sofocadas admiraciones, curiosidades indiferentes y tenebrosos remordimientos recibieron la noticia como un parte de guerra más. El viejo santón se había muerto y la ciudad se liberaba del demonio. Pero también el horror, el descubrimiento, por si hacía falta, de que ya todo era posible y que la obediencia mineral era la única posibilidad de supervivencia. Aquel intelectual extravagante, medio cura, medio anarquista, se había atrevido a protestar y se la habían guardado hasta mejor ocasión. El terror tenía otra disculpa. Aquellos miserables no reparaban en nada; al fin y al cabo, era un hombre viejo, indefenso y residual. El mal que hubiera podido hacer no era nada comparado con el mal que otros estaban haciendo. Es verdad que a los intelectuales, aborrecida raza de letrados irresponsable, siempre hay que tenerlos en cuenta; pero de ahí a matarlos va mucha diferencia. La piedad no parecía ser grata a los nuevos dioses, mientras que la venganza parecía su primera virtud.
En el nicho 340 del cementerio de Salamanca está escrito este epitafio con sus propias palabras:
Méteme, Padre eterno, en tu pecho,
Misterioso hogar,
Dormiré allí, pues vengo deshecho
Del duro bregar.
Recogido de "Agonizar en Salamanca". Unamuno, Julio-diciembre de 1936